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Mi pequeño espacio libre

Una habitación.

La estancia estaba vacía, sólo llena del sonido de la lluvia contra las ventanas. Las tenues luces producían una sensación de queda irrealidad, y los distintos objetos esparcidos por el suelo, cubiertos por una capa de polvo, indicaban que llevaba mucho sin ser habitada. A esta conclusión se llegaba también sin más que advertir la fina sábana que protegía dos sillones contiguos.

Y sin embargo se oyó el siseo de una cerradura, y el pomo de la puerta se giró lentamente, tras lo que un molesto chirrido acompañó al movimiento de las oxidadas bisagras. Apareció la figura de un hombre de traje, corbata y maletín, que dio unos paso al frente mientras su mano izquierda buscaba inútilmente el interruptor. Extrajo del bolsillo derecho una pequeña linterna, y la usó para irradiar un estrecho haz sobre la pared, a la altura de su cabeza. Su luz siempre en movimiento hizo crecer la sensación de desolación. Encontró y accionó finalmente el interruptor, colocado muy alto, apagando después la linterna.

Gracias a luz la habitación cambió súbitamente de aspecto, pues ahora se observaba que, pese a estar también vestidas con mucho polvo, las paredes albergaban una espléndida colección de cuadros, todos obscuros y con marcos de roble. No había televisor ni receptor de radio, ningún aparato eléctrico. Posiblemente ya había sido un gran logro la instalación de la corriente eléctrica para iluminarla. En un rincón, un grandioso escritorio parecía esperar, paciente e inmóvil, que un estudiante le proporcionara un poco de vida. Dos libros cerrados descansaban sobre el escritorio. El hombre los cogió.

Una anticuada cortina, quizá costosa en otras épocas, ocultaba una fracción del habitáculo. El hombre la descubrió cuidadosamente, tratando de no levantar polvo, y apareció un amplio y espectacular mueble, en el que puso los dos libros que había recogido del escritorio, y otros dos que traía en el maletín. Así, pasaron a hacer compañía a los otros que estaban colocados en el mueble, silenciosos, preciosos. Él nunca los había contado, ni tampoco ordenado, pero suponía que habría más de dos mil. Como todos los miércoles, cerró los ojos, y dejó que sus dedos vagaran por los lomos de los libros, sintiendo sus palabras, pensando en las horas que los autores habían dedicado a esas páginas llenas de tinta. Cogió un libro y abrió los ojos. Luego estuvo otros cinco minutos leyendo los títulos y autores de otros libros, hasta que se decidió por uno. Ya tenía lo que había venido a buscar: un libro elegido por él, y otro proporcionado por el azar. Colocó ambos tesoros en el maletín, cerró la inmensa cortina con cuidado, saltó sobre los objetos del suelo, apagó la luz volviendo a presionar el alto interruptor, salió de la habitación, cerró la puerta. Se oyó el siseo de la cerradura.

La estancia estaba vacía, sólo llena del sonido de la lluvia contra las ventanas. Las tenues luces producían una sensación de queda irrealidad Los distintos objetos esparcidos por el suelo estaban cubiertos por una capa de polvo. Nadie iba a volver hasta el miércoles siguiente.

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