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Mi pequeño espacio libre

El niño que no sabía reir.

El niño que no sabía reir. Érase una vez, en un pueblo costero, un niño muy raro: un niño triste, un niño al que no le gustaba jugar, y que nunca ría. Muy preocupados tenía a sus atentos padres, siempre serio serio, hablando cómo hablan las personas mayores. Y es que parecía que éll no tenía motivos reales para estar triste.

A los cinco años le llevaron al circo, y vio los leones pasando por unos aros de fuego y volar a los trapecistas y contar chistes a unos simpáticos payasos. Se aburrió solemnemente. Sin darle una patada a un balón creció hasta los ocho años y, cuando lo hizo, le pareció absurdo. Al cumplir los diez se preguntaba por qué los demás niños pensaban tanto en el futuro: unos querían ser futbolistas, otros astronautas, médicos, enfermeras... Él nunca quería ser nada. Las niñas querían que los niños maduraran, los niños insultaban a las niñas y les sacaban la lengua, a la vez que suspiraban por ellas. Él no sentía nada. Pero algo fallaba en él, y él lo sabía. Era muy distinto a todos, y por eso decidió preguntarle a sus padres.

Preguntó a sus padres, que no supieron ni qué responderle. Llevaban tantos años intentando hacerle feliz, que no tenían una hipótesis para el origen de su mal. Le sugirieron que consultara con sus profesores.
Preguntó a sus profesores. Alguno le tenía mucho cariño (él no era un niño malo, sólo triste), pero ellos no eran expertos en esos temas tan complicados. Así que decidió ir a hablar con los que él consideraba ?expertos en complicaciones?.
Preguntó a unos políticos, pero entraron en un rodeo lingüístico y, haciendo uso de los oropeles del lenguaje aprendido durante tantos años, evitaron entrar a tratar el tema en sí.
Preguntó a un cura, a un filósofo preguntó. El último le aseguró que ser feliz y estar contento no merecía la pena, por cuanto formamos parte de un Todo inmenso, un Todo al que no le importa si un diferencial de sí mismo está contento o triste, aguanta el llanto o esboza una sonrisa, sueña con un futuro mejor o se resigna con una mera continuación del pasado. El cura, sin embargo, trató de convencerle de que Dios es la Mano que nos ha hecho de acuerdo a un plan superior, de modo que si estaba triste y no le gustaba jugar era debido a que Dios así lo quería, y que ello le sería agradecido en la otra vida, la eterna.

Y el niño preguntó y preguntó, pero nadie le aclaró el origen de su tristeza, su no-alegría. Desde su ventana miraba apesadumbrado a las niñas y niños de su clase o de su barrio, jugando todos juntos, y pese a que le envidiaba en cierto modo, si con ellos le invitaban a jugar, rehusaba la oferta porque, sinceramente, no le apetecía. No tenía ganas. No le gustaba, eso era todo. Él era raro, muy distinto a los demás, triste, y aunque le gustaría ser como el resto, nada hacía por cambiar. ¿Para qué? Si él no tenía ilusiones.

Por cierto... ¿alguien sabe por qué el niño siempre estaba triste? Yo no. Pero me gustaría que pudiera reir. Sin más.

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